Existen personas a las que su grandeza les
permite transgredir los límites que en principio marcan su tiempo y sus
hazañas. Son ya para siempre, se han convertido en propiedad de todos. Quini es
una de esas personas. Mirar ahora una foto suya, traslada a toda mi generación
a la infancia, a aquellos tiempos en que la radio era la conexión con el mundo,
a aquellos domingos en los que pasábamos la tarde girando y girando la antena o
ajustando el dial para evitar las malditas interferencias.
Cuesta explicar a los niños de hoy en día que
el Barça era un equipo mucho menor que ahora, un eterno aspirante, la historia
de una pretensión de grandeza que se le escapaba, de vanos esfuerzos por ser
algo más chafados por una fatalidad que siempre se interponía en su camino.
Quini fue la esperanza de que esa maldición concluyese. Cuesta explicar a los
niños de hoy que aquellas ligas las podía ganar la Real Sociedad o el Athletic
de Bilbao.
Cuesta explicar que en aquella España de la
‘modélica’ Transición se acababa de producir un chusco golpe de Estado, que
cada año caían abatidas varias decenas de personas por terrorismos de diverso
pelaje, que la noticia de un secuestro conmocionaba pero no sorprendía. Menos
el de Quini, que convocaba a las familias a la hora del telediario. Cuesta
explicar que Quini perdonó a sus captores. No solo de palabra, les perdonó el
dinero de la indemnización establecida en la sentencia -eran pobres, dijo-. Años
después, con toda naturalidad, recordó que todo el mundo merecía una segunda
oportunidad.
Cuesta explicar, cuesta entender, la mezcla de
orgullo y dolor que se puede sentir cuando pierdes a tu hermano, tantos años
compañero, tras haberse lanzado a un Cantábrico encabronado que se estaba
tragando a unos niños. Ellos salieron con bien, Jesús, con la labor cumplida,
murió.
Cuesta explicar que pasaran los años que
pasaran, fuera cual fuera la rivalidad, cuando el Sporting visitaba cualquier
campo, el público aplaudía a su delegado porque era sencillamente Quini, el pan
de los pobres, el alimento y la esperanza de una España que salía del túnel y a
la que un mundial le quedaba aún muy lejos.
Cuesta explicar que el Quini niño era feliz
persiguiendo ranas y a él, ahora, le costaba entender por qué los niños son,
con mucho más, mucho menos felices.
Ahora, ahora, ahora, Quini, ahora, nos has dado un
disgusto. Contigo ha muerto buena parte de nuestra infancia.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 01-03-2018
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