martes, 24 de octubre de 2017

LAMPARONES Y LISTAS

Nunca probé la coca. Oportunidades, claro, sí se presentaron, pero siempre rechacé ese primer encuentro. Podría pretender presumir y decir que fue una decisión apuntalada en sólidos pilares éticos. Mentiría como un bellaco. Si nunca la probé fue, única y exclusivamente, porque me acechaba un pánico atroz que impedía siquiera la tentación. Un pavor que se alimentaba con dos motores, uno externo y otro interior. El primero era un aparatito de tipo contextual. Llegué a la mayoría de edad en las postrimerías de los 80 y no era difícil constatar las secuelas que las drogas habían dejado en la generación que me precedió. Los golpes en cabeza ajena a veces sirven para activar motores del pánico, para escarmentar. El segundo mecanismo era -sigue siendo- mucho más virulento: mi propia personalidad. No sé decirme que no. Es hoy y sigo sin poder tener en el frigorífico cualquier cosa rica porque no pasa de la noche. Me apetece, lo cojo y ya. Ese ser consciente de como soy es el freno, la alarma que me impide dar pasos en dirección al abismo porque sé que si lo emprendo no tengo vuelta atrás, no hay retorno posible. Déjenme que les cuente un secreto: hubo alguna etapa en mi vida en la que tuve que sostener un enconado enfrentamiento contra mí mismo porque estaba sometido por lo que en mi pueblo llaman un vicio. Un enganche; vamos, una adicción. Quizá caí porque el motor externo no me mantuvo alerta y el interno no se percató del peligro. Tiempos pasados para siempre, espero.
Pero a lo que vamos, es precisamente esa personalidad la que marca mi periplo por la SEMINCI. Para acercarme tengo que tomar distancia. Al poco de llegar a Pucela conocí ‘la Semana’ y me fascinó. Quería, sin freno, ir a todo, estar en todos los sitios, no perderme nada. Lo que no puede ser, sabemos, no puede ser y además es imposible. Mi cabeza giraba atormentada. Colapsaba. Antes de decidir a qué iba, me sentía como el asno de Buridán, quieto, inmóvil, sin saber si acercarme al montón de avena o al cubo de agua. Cuando elegía, la cosa no mejoraba. Como pesaba más la insatisfacción por lo que me perdía, el placer de lo que sí podía disfrutar sufría un hachazo que le inhabilitaba como placer.
Hasta que tomé la determinación de romper esa dinámica. Ahora salpico la semana de películas hasta dejarla, mancha aquí, lunar allá, como una camisa después de freír un par de huevos y apunto algunas recomendaciones para perseguirlas después a lo largo del año –maldigo ahora al hábil descuidero que se agenció mi ordenador el mes pasado y, como daño colateral, arrambló con la agenda, que de nada le servirá, en la que tenía todas esas cosas y cosas como esas allí apuntadas-. Habrá que hacer una lista nueva cuando acabe la semana con la camisa llena de lamparones.

Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-10-2017

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