martes, 24 de octubre de 2017

CLAMÉ AL ÁRBITRO Y NO ME OYÓ

El Don Juan creado por Zorrilla se exculpaba de las bellaquerías que adornaban su currículum, «de mis pasos en la Tierra responda el cielo, no yo», de una de las formas más miserables que cabe imaginar: negando su libre albedrío, invalidando su capacidad para obrar de una manera u otra en función de su propia voluntad. Don Juan se ampara en la divinidad,  «Clamé al cielo y no me oyó», para que esta le sirva como parapeto y así justificar sus infamias ante el inabarcable listado en el que se enumeran las personas que sufrieron tales agravios. Es de imaginar que los rezos del Tenorio nunca se produjeron. Sabe que la salvaguarda de su pellejo depende solo de su habilidad para esquivar los navajazos -figurados y literales- que a buen seguro habría de recibir. A ver, no quiero decir que el no rezar sea propio de canallas; afirmo que los canallas no pierden tiempo en esas menudencias. Aunque solo sea porque rezar es el reconocimiento de la propia debilidad. Un tipo de la calaña del personaje de Zorrilla no se puede permitir esas licencias que son marca de los flojos. Don Juan dice que lo hace sin haberlo hecho como ruin recurso para fortalecerse apoyándose en el conocimiento de la debilidad de sus rivales. Desde que se le puede considerar como tal, el humano ha dialogado consigo mismo, se ha envuelto en sus pensamientos. Cuando estas reflexiones le sobrepasaron comenzó a invocar a las divinidades para hacer eco de sus necesidades. Estas plegarias fueron el antecedente de todo rezo, de toda oración. 
Los imponderables infinitos que se suceden a lo largo de un partido de fútbol alientan todas las emociones y, por tanto, dejan a los protagonistas desnudos ante sus propias limitaciones. Los futbolistas claman continuamente al cielo, aunque la mayoría de las veces es como si  sus voces se profiriesen en el desierto como cuentan que hacía Juan el Bautista. Óscar Plano, el hombre, extiende los brazos, abre las manos y coloca las manos frente a su cara. Clama, lanza sus plegarias en busca del destinatario que considera adecuado. A la vez que parece pedir explicaciones, airea su lamentos. Busca interlocutor entre lo divino y lo humano.   Suplica a la vez al árbitro, a ese dios del campo, sus palabras se cumplen, sus designios se ejecutan, e interpela al rival para que ejerza de testigo de su versión. El uno, Acediano Monestillo, nombrecito de árbitro que se precie, mira con la soberbia característica de los dioses justicieros; el otro, el lucense Azeed, muestra un aire relajado, un decirle sin decir que sí, Óscar, que sí, que ahí me las den todas. Al fondo de la imagen, tan difuminado como elocuente, aparece otro lucense, Campillo. Este, humano, demasiado humano, pasa de los dioses. Pretende comunicar algo a Azeez. Tiene la boca muy abierta y está lejos pero no grita, se le oiría y su propósito es que solo se entere su compañero. Él, que usó todas las artimañas para perder tiempo, para impedir que el balón rodase, impele a Azeez para que haga tres cuartos de lo mismo. Plano puede decir que clamó al árbitro y no le oyó, pero el ruego mínimo de Zorrilla, el campo, no el poeta, fue atendido en forma de un empate que poco antes parecía imposible. 

Publicado en "El Norte de Castilla" el 23-10-2017

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