domingo, 12 de marzo de 2017

LA CASILLA DE LA CALAVERA

Cuando aún no se presentaba en actos sociales como ‘marqués’, antes, incluso, de haberse incorporado como miembro de pleno derecho al inane mundo del colorín, Mario Vargas Llosa escribió una serie de libros que formarán parte, sin duda, de cualquier antología que aglutine las mejores novelas del siglo XX. A pesar de que la chavalería de la generación de mi hijo le asocie con los protagonistas de las páginas del ‘corazón’, es tan destacada la categoría literaria del autor de ‘La ciudad y los perros’ que en un futuro, cuando él ya no esté, el escritor que fue sepultará a ese personaje construido que ahora refulge en los saraos y, de tanto en tanto, aprovechando el prestigio antaño acumulado, escribiendo lisonjas, reseñas hiperbólicas sobre la actualidad política que le permiten coleccionar los aplausos que le dedican en los cenáculos del poder. Entonces, ya digo, se pasará por alto la paja de sus avatares vitales para centrarse en el grano de la calidad de una obra que trataba, literatura mediante, de encontrar respuesta a los interrogantes que atormentan a una mente lúcida como la suya. Una de esas preguntas, pegada –no podía ser de otra forma– a su realidad más cercana, la de su tierra de origen, servía como motor de arranque de ‘Conversación en La Catedral’, una de sus obras maestras, que publicó  el año mismo en que yo andaba entretenido en nacer, 1969. En su primer párrafo, Mario Vargas Llosa ubica la figura de un meditabundo Santiago Zavala, uno de los protagonistas de las ‘conversaciones’, ante la puerta de un periódico. El hombre, absorto en sus pensamientos, buscaba en el pasado un instante preciso: «¿En qué momento se había jodido el Perú?». Conocido el justo punto, sería más fácil realizar un diagnóstico de la enfermedad y, quizá, solo quizá, encontrar el tratamiento que pudiera poner remedio a los diversos males que asolaban al país andino o, al menos, paliarlos, frenar la hemorragia que desangraba al paciente.
Desde esta ventana he alabado aspectos del juego del Real Valladolid que permitían auspiciar un final de temporada propicio para la alegría, he reconocido una actitud colectiva imprescindible para cimentar un bloque sólido y reconocible. No me desdigo; así lo pensaba, así lo escribí. De repente, sin embargo, algo ha pasado que ha roto esa dinámica creciente. El equipo, como si jugando a la oca el dado le hubiera enviado a la calavera, deambula con las dudas propias que se agolpan en la casilla de salida. El Pucela lleva un mes conduciéndose a bandazos. A estas alturas, las diversas opciones deberían ser alternativas distintas para enfrentar unos u otros peligros; sin embargo, lo que transmite es la sensación de que todavía se encuentra en la fase de ‘ensayo y error’, tratando de encontrar la fórmula adecuada o, aun peor, soplando la flauta desde diversos ángulos para ver si, por casualidad, suena desde alguno. No es que la elección de un jugador u otro tenga que ver con estados puntuales de forma o la pertinencia en función del rival o de la apuesta, es la muestra fehaciente de un estado de duda que asuela la labor del equipo. Con los cuatro delanteros, por ejemplo, se han formado todas las combinaciones, de dos en dos o de tres en tres, posibles. A día de hoy, 29 jornadas después, no sabemos cuál es la pareja o el trío titular. Ni siquiera si es una pareja o un trío. El recuerdo de la temporada pasada parecía borrado de la memoria por la diferente actitud de una plantilla y otra. Pero las malas sensaciones quedan grabadas en algún espacio ignoto del cerebro y a la menor ocasión los miedos vuelven a aflorar. Podemos pensar que, solo por haberlo sufrido, estamos avisados para evitar riesgos semejantes, pero los jugadores son otros y nadie escarmienta en cabeza ajena. El partido ante el Levante ahonda la herida porque no es una excepción, se une a los anteriores, en los que el Pucela se ha ido rompiendo sin encontrar respuesta. La pregunta pertinente es ¿en qué momento se jodió el Pucela?


Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-03-2017

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