Aún era pronto, la comida estaba hecha y a las dos de la tarde de
cualquier domingo la vida rebosa en las
calles de la Victoria. Es cierto que menos que antes porque los barrios, al
igual que las personas, envejecen irremisiblemente. Quienes, cuando llegué hace
un cuarto de siglo, año más, año menos, caminaban henchidos dando la mano a sus
vástagos, se apoyan ahora en un bastón. Aquella muchachada, buena parte, ha
tenido –burbuja mediante- que comenzar su vida adulta en los pueblos del alfoz,
cuando no más lejos o mucho más lejos. Niños aún se ven, claro, pero muchos
menos. El barrio envejece pero no pierde, al menos mientras las piernas
aguanten, la buena costumbre de salir a la calle.
Quizá por eso vivo acá. Antes había venido alguna vez, pocas porque la
Victoria no es territorio de paso; más
bien al contrario, ha conseguido que las barreras naturales o arquitectónicas
que le rodean no sean excusa sino la razón misma de su idiosincrasia. Al no ser
fácil entrar o salir, este espacio que anida entre el río, las diversas
carreteras y el canal, se ha dotado de lo necesario para que la vida pueda
desarrollarse y fluir.
Aquel día llegué por casualidad, era a comienzos de curso, andaba
buscando piso, un amigo me comentó que en el suyo había una habitación libre y
allá que fui. En las calles pude comprobar que la gente se encontraba, se
formaban corros, se charlaba. Al poco supe que, mientras pudiera, me quedaría,
que seguramente tendría que cambiar de casa, sí, pero que ese barrio sería mi
barrio.
Ayer, tras el partido, ya digo, aún era pronto, la comida estaba hecha, y
antes de volver a casa, decidí dar un paseo callejeando por la Victoria. No menos de cinco veces, cinco, me pararon para preguntarme
por el resultado del partido. En las cinco, tras decir que había terminado con
un ‘cerocero’, mis interlocutores torcieron el gesto. El mohín de sus caras
traslucía un cierto pesar que se rubricaba con algunas frases que se apostaban
entre la condescendencia y la resignación. Los denominadores comunes se podrían
aglutinar en “menudo tostón de partido habrá sido” y “otro año lo mismo, poco
se puede esperar del Pucela”. Pues ni una ni otra, respondí sucesivamente. El
de ayer, analizado globalmente, puede entrar perfectamente entre los cinco
mejores partidos que he visto al Valladolid en los últimos diez años. En muchos
encuentros durante este decenio habremos vivido momentos, ráfagas de juego, de
más calidad o más fulgurantes, chispazos más decisivos, destellos más
emocionantes. Seguro, pero lo de ayer fue otra cosa: un meneo en toda la hora y
media que duran los partidos, un ejercicio de tal superioridad que aturdió al
rival desde el minuto 1 (zapatazo al poste de un portentoso Balbi) al 92
(cabezazo de Guitián salvado milagrosamente por Ratón, el portero zaragozano).
Entre medias, Ratón una y otra vez emulando a Agustina de Aragón
multiplicándose para salvar a su equipo del sitio al que fue sometido.
El Pucela no consiguió los tres puntos por uno de esos ‘errores
estadísticos’, esas cosas que ocurren y parecen enfrentadas a la lógica. Pero
ganó algo, a la larga, mucho más valioso: el respeto de los rivales, la
confianza en las propias posibilidades y la identificación con la afición. Al
equipo le empieza a rebosar el juego aunque los que no lo vieran se queden con
la mala impresión de un resultado que suena feo. Se está consolidando un equipo
para hacerle tuyo no solo por el color de la camiseta.
Eran poco más de las dos de la tarde, la vida rebosaba en las calles de
mi barrio. Como hace un cuarto de siglo cuando supe que me quedaría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario