domingo, 25 de septiembre de 2016

APENAS HILVANADO

Nuestro protagonista se acercó al taller de sastrería para recoger el traje que había encargado días atrás. Abrió la puerta, asomó la cabeza, miró a uno y otro lado, pero no vio a nadie.

–Buenas tardes. Dijo con un volumen de voz lo suficientemente alto para que le pudieran escuchar en el resto de dependencias. Ninguna voz le respondió. Tras dudar un instante, decidió entrar y esperar en el propio taller la llegada del sastre. No tardó en localizar una silla en la que acomodarse. Desde allí estuvo observando cada detalle: los rollos de tela que se apilaban al fondo, un buen puñado de patrones amontonados en la mesa que quedaba al lado y cinco maniquíes inmóviles y perfectamente alineados como cinco soldados delante del sargento, como cinco alumnos de bachillerato recibiendo una reprimenda del jefe de estudios. Los cinco iban vestidos de traje. Nuestro protagonista se levantó, se acercó a ellos y pudo observar que de cada uno colgaba una etiqueta en la que figuraba un nombre. A la cuarta dio con el suyo. Se separó un par de metros para observar con cierta distancia y le gustó lo que vio. El traje le pareció precioso, el corte se ajustaba a lo que había solicitado... Sonrió.
El sastre seguía sin llegar y aumentaba su impaciencia. Se volvió a sentar, a levantarse, a mirar, a tocar la tela, se volvió a sentar. Miraba a un sitio y a otro, miraba el reloj; el sastre no aparecía. Se percató de que detrás de él había un espejo. No se lo pensó dos veces. Decidió comprobar cómo le quedaría puesto; así que se quitó la ropa, desvistió al maniquí que llevaba su traje y sin más ni más se lo puso. Se miró de arriba a abajo. Se gustó. «Excelente», pensó. Caminó hacia el espejo, mientras disfrutaba con su imagen como un narciso cualquiera, giró sobre sí mismo, arqueó los brazos...oyó un «crassss» que le desasosegó. Al volver de nuevo la vista hacia el traje comprobó que una manga se había soltado y la costura del pantalón se había abierto. Rápidamente se desvistió tratando de dejar las cosas (las que pudiera) como estaban. Al poco llegó el sastre.

–Buenas tardes, don Lorenzo.

–Buenas tardes, señor Fernando –respondió sonrojado–. Verá, como no llegaba, me he probado el traje que usted tenía preparado para que me llevase y no ha aguantado ni dos movimientos. Tenía muy buena pinta, pero tengo que decirle que es de muy mala calidad. Con todo el dolor de corazón le retiro el encargo, buscaré alguien que sea capaz de hacerme un traje más consistente.

–No señor mío –respondió el sastre–, el traje está por terminar. Haga usted lo que quiera, si no quiere esperar, no espere; pero sepa que lo razonable, si se lo ha puesto antes de hora, es que se hayan separado las partes porque aún estaban unidas por hilvanes. El traje tenía, y tiene –recalcó–, buena pinta y será más que digno si se me da el tiempo necesario para coser las piezas. Esto –continuó el sastre– es como el fútbol, si tu equipo está cogido con alfileres por falta de tiempo para ensamblar, puede tener una pinta estupenda, crear media docena de ocasiones, por ejemplo, o recibir apenas una; pero el menor movimiento, sea un gol en contra, un penalti estúpido, le hace crujir, hasta malbaratar el trabajo. Los nervios, solo los nervios, las prisas, solo las prisas, le impedirán disfrutar del traje bien rematado.


Publicado en "El Norte de Castilla" el 25-09-2016

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